La madre de Meredith tenía sospechas sobre las vacunas y nunca quiso que se las administraran a su hija. Durante un tiempo, eso pareció no importar. Hasta que Meredith (no es su nombre real) comenzó a sufrir algunas enfermedades espantosas.Esta es su historia, contada en sus propias palabras.
linea
Todo comenzó cuando pisé un clavo por accidente. Poco después, mi mandíbula y mi hombro comenzaron a agarrotarse, y los paramédicos me llevaron rápidamente al hospital en ambulancia.
Fue en un hospital universitario en Brisbane, sureste de Australia. Recuerdo perfectamente que el doctor salió de la habitación susurrando: “¡Oh, Dios mío!”.
Trajo a todos los estudiantes de medicina para examinarme. Era tétanos -también conocido como trismus- y no habían tenido un caso en más de 30 años.
Yo me sentí decidida y dije: “No voy a morir a los 36 años por tétanos”.
Por encima del dolor, me sentía enojada con mi madre porque ella no había querido vacunarme. Los médicos extrajeron glóbulos blancos de otra persona que tuvo el tétanos -sus células demostraron ser “combatientes experimentadas”- y me las inyectaron para ayudar a los míos a reconocer la enfermedad y combatirla.
Con ese tratamiento, al final me puse mejor.
Pero seguía enfadada porque es algo que podría haberse evitado totalmente.
Mi mamá, mi abuela y mis tías son todas bastantes “místicas” y, sin duda, hippies.
Ellas creen que el cuerpo se cura por sí solo de forma natural. Si tenía un resfriado, en Nueva Zelanda, donde yo crecí, me decían: “Cómete un pepino” o “toma un trago de esto que preparó el vecino”.
Mi abuela está suscrita a una revista que te da consejos sobre cómo vivir mejor. Ella compró una barra luminosa a través de esa revista que le costó US$200. Sé que es luminosa porque cuando la golpeas, brilla. Pero ella cree que es una varita mágica con la que tocas la comida para “darle vida”.
Yo nunca creí en esos misticismos de mi familia, excepto cuando era muy joven.
Cuando tenía unos 3 años, solía sufrir convulsiones. Los doctores me diagnosticaron hipoglucemia; mi cuerpo estaba produciendo demasiada insulina. Un médico me dijo entonces que podría curarme y le dio a mi mamá una caja de medicamentos para que me los diera.
Cuando era un poquito mayor, mamá me contó que si me hubiera dado aquella medicina me habrían salido pelos en cada poro de mi piel y que ella habría tenido que afeitarme la frente todos los días antes de ir a la escuela.
Mi serie favorita en ese momento era Teen Wolf (Lobo adolescente) y ella había descrito, básicamente, al personaje principal.
“Te saldrá pelo en el dorso de tus manos y en el cuello”, me dijo. Me contó que la farmacia dejó accidentalmente información sobre los ensayos médicos en nuestro buzón. En esos papeles, aparentemente, se decía que los medicamentos se habían probado en perros, que cinco de siete de ellos habían muerto y que apenas estaban comenzando a hacer las pruebas en humanos.
De pequeña me quedé completamente traumatizada por su descripción. Creo que me estaba adoctrinando para que tuviera miedo de tomar medicamentos.
Cuando tenía 11 años, en la escuela nos pusieron la vacuna triple vírica (sarampión, paperas y rubeola). Siempre que había inyecciones, el colegio solía enviarnos unos documentos para que los padres cumplimentaran los formularios de permiso. Mi mamá siempre los enviaba de vuelta con un “No, elijo no hacerlo”.
Pero esta vacuna le pasó inadvertida.
Cuando llegué a casa, mamá se dio cuenta de que tenía una tirita sobre donde me habían puesto la inyección
Recuerdo estar jugando con mis amigos mientras hacíamos cola en la biblioteca. Cuando entré en la sala arremangada vi la aguja. Le dije nerviosamente a la enfermera: “No sé si me dejan hacer eso”. Ella asumió que no habría problema y así fue como me vacunaron contra el sarampión.
Cuando llegué a casa, mamá vio que tenía un algodón y una tirita en donde me habían puesto la inyección. Le dije que a todo el mundo en el cole se la habían puesto. Golpeó el techo y gritó: “¿Por qué no te paraste y me llamaste?”.
Creo que yo tartamudeé algo sobre la autoridad de los profesores en la escuela y que yo les escuchaba. Ella se subió al coche automáticamente y dio un volantazo, sacando el auto de la calzada.
Estaba tan enojada que cuando regresó a casa me dijo: “Nunca vas a volver a esa escuela”.
Ese fue mi último día de primaria. Mamá me sacó de la escuela, dejé atrás a todos mis amigos y no me dejó despedirme de ellos.
Mis compañeros de clase no sabían por qué había desaparecido de repente, pero creo que mis profesores sí porque ella les había dado un buen tirón de orejas.
Tres semanas después nos fuimos del país. Ayudé a mamá a empacar las cosas, con una gran sensación de culpa.
Haberme vacunado había causado todos estos problemas y ahora nos teníamos que ir de casa.
Nadie se había sentado nunca a explicarme qué son realmente las vacunas. En el colegio se daba por hecho que debíamos saberlo.
Lo que escuché de mamá es que provenían de células de embriones de pollo y de ranas que se nos inyectan. Eso fue antes de internet, cuando solo obteníamos información de las revistas de mi abuela.
Cuando me mudé de Nueva Zelanda a Brisbane en 2009 con mi pareja, a mi abuela se le caían las lágrimas.
Le aseguré que estaría bien, pero ella seguía rogándome que no me fuera. “Hay yetis en monte Tamborine”, clamó.
Dios la bendiga, pero pensé con desesperación: “¿Cómo podemos ser familia?”.
Mi novio es muy lógico y racional. No comprende cómo crecí así. Él se crió en Brunéi y en Nairobi, así que le vacunaron de todo y a menudo se hace revacunaciones.
No se enteró hasta dos años después de estar juntos de que no estaba vacunada de la mayoría de las enfermedades prevenibles.
Estábamos planeando un viaje al extranjero cuando surgió el tema. Cuando le conté la verdad, hubo un largo silencio hasta que finalmente dijo: “¿En serio? ¿Cómo es posible que sigas viva?”.
Tuvimos una fuerte discusión. Me dijo que se preocupa por mí y que mi salud es muy importante para él. Pero no comencé a vacunarme inmediatamente.
Solo el último doctor se percató del sonido y se dio cuenta de que era tosferina
En 2016, contraje la tosferina.
La tuve durante seis semanas hasta que me la diagnosticaron. Hicieron falta cuatro médicos diferentes.
Al principio dijeron que era gripe o neumonía y me aconsejaron que siguiera bebiendo líquidos y descansando, etc. Después me prescribieron antibióticos, cuando parecían que era algo más grave.
Solo el último doctor se percató del sonido de mi tos y se dio cuenta de que era tosferina.
Estuve enferma 12 semanas que fueron un infierno. Hacia la cuarta, había olvidado lo que era estar sin toser y acepté que esa sería mi vida a partir de entonces.
Mamá sabía que tenía tosferina pero no dijo mucho. Estaba muy preocupada y decía cosas como: “¡Ay, pobrecita! Toma aire fresco y túmbate un rato”.
Se ofreció a volar a Brisbane para cuidarme, pero le dije que no.
Mi chico estaba muy enfadado y me dijo: “No puedo creer que ella te pusiera en esta situación”.
Mamá parecía comprender la seriedad de la tosferina, pero no parecía entender que había una conexión entre las vacunas y que yo contrajera enfermedades prevenibles. De hecho, ella misma podría haberla contraído si hubiera venido a verme porque tampoco está vacunada.
Todavía no le he contado que tuve tétanos el año pasado. Los recuerdos me hacen enojar hasta el punto de no querer hablar con ella.
Apenas acabo de empezar a ponerme las vacunas que deberían haberme administrado de niña, y vacunarte de adulta es mucho más costoso en Australia: pagué US$200 para vacunarme de la Hepatitis B.
Estoy trabajando en una lista que incluye la vacuna de la difteria, la de polio, la meningocócica ACWY y la del virus del papiloma humano (VPH).
Mi hermana pequeña se puso todas las vacunas. Se fue a vivir a Japón hace unos años y necesitaba recibir todas las inyecciones para vivir allí.
Un día, estábamos haciendo las tres una videollamada y mi hermana empezó a hablar sobre las tareas que le quedaban por hacer antes de la mudanza… y se le escapó lo de las vacunas.
Se pone sensible cuando se cuestionan sus conocimientos místicos
Mamá gritó: “¡Qué!“, y mi hermana no sabe mentir. Intentó dar marcha atrás y se inventó que había una máquina de escaneo que aparentemente te hace ser saludable para Japón. Mamá no es lo que se dice tecnológicamente avanzada y comentó: “¡Ah! Esta bien”.
Yo creo que ahora mi madre ha reducido un poco su desconfianza hacia la medicina. Se enfermó hace 15 años con septicemia y entonces decidió que estaba bien tomar medicamentos. Y mi padrastro tiene fibrosis quística y se toma un puñado de pastillas cada mañana.
Pero se pone sensible cuando se cuestionan sus conocimientos místicos.
Me gustaría poder resolver este problema. Debe de estar viendo brotes de enfermedades prevenibles en las noticias todo el tiempo. Sería fantástico hablarlo con ella, pero cada vez que sale el tema se queja, se enoja y llora. Y nadie quiere ver así a su mamá.
Ilustraciones de Emma Russell
*Esta historia fue reporteada por la periodista de la BBC Elaine Chong
Fuente: www.bbc.com