Cuando pasas suficiente tiempo con un grupo de 7.000 personas, es sorprendente la cantidad de veces que te topas con las mismas caras.
La primera vez que vi a Isaac Perreira fue en la carretera, como es de esperarse de un migrante. Bajo el brillo de un sol que podría derretir el asfalto bajo sus pies, se desplazaba renqueando por un puente vial en el rural estado de Chiapas, entre una larga fila de gente al frente y detrás de él.
Isaac tiene una incapacidad cuyo nombre no conoce para la que nunca ha recibido tratamiento adecuado. Sus piernas son como palillos, con músculos atrofiados y sus movimientos son espasmódicos y limitados.
Antes caminaba con un bastón elaborado de un paraguas roto.
“Mi madre tuvo fiebre cuando estaba embarazada conmigo”, dice de manera casual, “y se me metió en los huesos”. Sabe que ese no es un diagnóstico muy científico pero es todo lo que conoce al respecto. Lo que espera ahora es que médicos en Estados Unidos puedan ayudarlo a mejorar su movilidad.
Aunque su incapacidad lo hace más lento, Isaac se impone un ritmo admirable. Su progreso está marcado por un rítmico clic, clic, clic sobre el asfalto que hace con un bastón elaborado con un paraguas roto. Conversamos bajo un árbol, mientras bebía unos sorbos de agua y su compañero intentaba en vano parar con señas algún vehículo que los llevara.
“Estoy un poco cansado”, dice con un poco de ironía mientras se levanta la gorra donada por la Cruz Roja para limpiarse el sudor de la frente. “Hemos continuado el camino a pesar de la insolación”.
“Estamos arriesgando todo por un sueño”, reconoce el hondureño con cruda franqueza. “Pero, Dios mediante, llegaremos. Tenemos que acabar lo que empezamos”.
La determinación de Isaac de alcanzar Estados Unidos es formidable, pero no única. Los migrantes llevan tres semanas de camino desde que salieron de San Pedro Sula, Honduras, bajo una ola de optimismo.
El reto de ser discapacitado en la caravana de migrantes centroamericanos
En ese tiempo, han atravesado América Central, enfrentado a policías antimotines en la frontera y continuado cruzando a México.
Y han sufrido. Las temperaturas extremas, aguaceros, dormir a la intemperie, poca alimentación, son de por sí condiciones duras para los adultos. Para los cientos de niños, muchos de ellos bebés, es más peligroso aún.
Isaac se suelta los cordones marrones de sus zapatillas grises y negras para masajear sus pies huesudos y deformes.
“Lo que importa aquí es el intento. Por lo menos tendré algunas historias que contarles a los hijos de mi hermano: ¡un discapacitado haciendo esto!”, comenta sonriente ante la idea.
A pesar de su discapacidad, Isaac ha logrado mantener el paso de otros miembros de la caravana.
La mañana siguiente, después de pasar una incómoda noche acampando en el pueblo de Arriaga, la caravana se marchó antes de la salida del sol. Una masa de cuerpos, mantas, mochilas y cochecitos de bebé salió desapercibidamente bajo el abrigo de la oscuridad, dejando atrás un mar de botellas de plástico, basura y ropa desechada.
Los alcancé otra vez en la frontera estatal entre Chiapas y Oaxaca y me uní a ellos un rato, caminando cuando lo hacían o montándome a un vehículo cuando algún conductor local se apiadaba para llevarlos.
Fue un viaje breve, pero lo suficientemente largo para apreciar lo apabullante que es el calor y cómo estaban de agradecidos por la ocasional asistencia o botella de agua.
Hubo un momento en que Isaac nos pasó. Parecía estar bregando más fuerte que el día anterior, su malestar mucho más palpable. Sin embargo, de ninguna manera iba a aceptar la oferta de asilo que el gobierno de México había hecho durante la noche.
“Sería como estar en prisión”, afirmó con respecto a la estipulación que obliga a los migrantes a permanecer en los estados sureños de Chiapas o Oaxaca mientras sus solicitudes eran procesadas. Si es así, concluyó, mejor seguir adelante y solicitar asilo en Estados Unidos.
La experiencia es ardua para todos, pero en particular para los menores.
El siguiente pueblo, Tepanatepec, tenía un río que lo atravesaba. A los cinco minutos de llegar, cientos se habían quitado la ropa y se bañaban en el agua fría. No se veía muy limpia pero debió haber sido refrescante después de un día de trayecto.
En la ribera, pequeños grupos de personas secaban sus ropas o dormían. El humo de marihuana flotaba entre el elemento más antisocial de la caravana que hacía notar su presencia. La caracterización que ha hecho el presidente Trump de un grupo infestado de pandilleros, inclusive terroristas de Medio Oriente, no es correcta.
La mayoría son familias o madres con hijos. Pero también sería erróneo ignorar una pequeñísima minoría de personajes desagradables entre la caravana, un reflejo de la cultura de violencia callejera de la cual muchos están huyendo.
Isaac espera que ellos no le dañen las oportunidades al resto. Sentado sobre una roca en su ropa interior, disfrutando de un momento de paz, se hizo evidente un tatuaje con letras entrelazadas que tenía en el pecho: “Naylin”, el nombre de su sobrina que vive en Nueva York, donde quiere llegar. Alguien le había donado unas muletas para ese empeño. Cuando le pregunté por qué debía Estados Unidos permitirle la entrada, Isaac manifestó que no esperaba milagros: “Está en las manos de Dios”, dijo sencillamente.
Isaac confiesa que está cansado pero está determinado a continuar.
Desde la última vez que hablamos, el presidente Trump anunció el desplazamiento de 5.000 tropas a la frontera con México. Le pregunté si eso lo desalentaría.
“Ni siquiera 10.000”, respondió con una sonrisa.
Nota: desde entonces, el presidente Trump ordenó el despliegue dehasta 15.000 militares en la frontera. Al mismo tiempo, varios cientos de migrantes de la caravana empezaron a llegar a Ciudad de México, una etapa importante de su travesía.
La mayoría se han acomodado en las gradas del Estadio Jesús Martínez “Palillo” de la capital mexicana. Allí estuvo Will Grant con el equipo de la BBC y vio llegar a Isaac.
Fuente: www.bbc.com