En cuestión de acentos, me siento como en una especie de tierra de nadie.
Me mudé a Escocia desde Holanda cuando era niña y tuve la suerte de aprender inglés cuando era lo suficientemente joven como para perder cualquier rastro de acento holandés.
De adulta, he vivido en Londres casi una década. Los escoceses piensan que sueno como inglesa, los ingleses dicen que sueno como escocesa… y los holandeses, bueno, ellos piensan que sueno un poco extraña.
Uno pensaría que uno de los beneficios de mi educación sería la capacidad para moldear mi acento a voluntad. No exactamente.
En la secundaria, durante la puesta en escena de “An Ideal Husband” (Un marido ideal), de Oscar Wilde, utilicé para mi personaje lo que pensaba que era un impecable acento inglés.
Años después, un amigo de la escuela me dijo que había sonado terrible: fui la única que había adoptado con entusiasmo un falso acento para el papel.
Por supuesto, solo necesitas ver a los actores ganadores del Oscar para darte cuenta de que los acentos pueden ser cambiados a voluntad. El impecable acento inglés de Meryl Streep en su interpretación de Margaret Thatcher es solo un ejemplo.
La celebrada interpretación del español Óscar Jaenada en la película sobre el actor mexicano Mario Moreno “Cantinflas” es otro ejemplo.
Pero para la mayoría de nosotros, cambiar nuestro acento puede ser agotador y poco natural.
Nuestro acento es parte de nuestra identidad. Cambiarlo significa perder una parte de nosotros mismos.
Con el tiempo, muchos de nosotros nos encontramos haciendo pequeños —o grandes— cambios. El por qué lo hacemos nos abre una ventana hacia el rol fundamental que nuestras voces tienen en nuestro mundo social.
Estereotipos y prejuicios
Los acentos británicos, por ejemplo, se prestan a todo tipo de ideas preconcebidas y prejuicios, como lo descubrí recientemente.
En un estudio sobre el cambio de acento, uno de los participantes le dijo al lingüista Alexander Baratta de la Universidad de Manchester: “Si por casualidad eres de Glasgow, serás violento. Si eres de Liverpool, serás escoria. Si eres de Newcastle, serás torpe”.
En tanto, en Estados Unidos, se dice que el icónico arrastrado de palabras del sur profundo suena sin educación y los neoyorquinos pueden ser considerados groseros. Desafortunadamente, estos estereotipos se extienden más allá de los programas de televisión y llegan al mundo real.
Después de todo, puedes vestirte muy profesional y comportarte de una forma acorde a tu empleo, pero tan pronto como abres la boca, tu acento traiciona tu educación.
Investigaciones muestran que inmediatamente somos juzgados por cómo hablamos: “Los oyentes pueden atribuir todo tipo de rasgos personales a un hablante, desde su altura, atractivo físico, estatus social, inteligencia, educación, buen carácter, sociabilidad e incluso criminalidad”, explica el lingüista Chi Luu.
Como resultado, algunas personas eligen conscientemente modificar su acento. Pueden querer sonar con más “propiedad” o simplemente regular su entusiasmo.
En Sicilia, los políticos cambian su acento dependiendo de la clase de los oyentes, y lo vuelven a modificar cuando hablan con políticos de otras partes de Italia, explica el siciliano Rosario Signorello, científico de la voz en la Universidad Sorbona Nueva de París.
Los acentos son como la moda. Dependen del contexto social del momento, dice, y en consecuencia, algunos hablantes adaptan su comportamiento vocal.
Para otros, cambiar su acento no es una elección. Baratta descubrió que a algunos aprendices de profesores se les pidió atenuar el suyo. “Ostensiblemente se trata de ser entendido”, señala.
Pero esa fue la explicación políticamente correcta. Al profundizar, notó que entraron en juego las preferencias lingüísticas, con una presión hacia los maestros para sonar más tradicionales.
Un maestro incluso dijo que cambió su acento para sonar menos como el “tonto del pueblo”. Esto, afirma Baratta, muestra un claro prejuicio hacia los acentos regionales.
Él lo llama “acentismo” y lo compara con el racismo: “El mundo real se trata de la diversidad de acentos, así que si diluyes tu forma de hablar, no es una representación real”.
De forma similar muchas mujeres en la academia dicen que se sienten presionadas para “neutralizar” sus acentos regionales y ser tomadas en serio, definiéndolo como “la última forma aceptable de discriminación”.
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Una tarea difícil… para algunos
Para aquellos que deciden cambiar su acento, cualquiera que sea la razón, no es una habilidad fácil de dominar. Nuestro acento se forma desde una muy corta edad. De niños, somos maestros de la imitación, una habilidad que se reduce cuando vamos creciendo.
“Esto requiere un exacto control sincronizado en micromilímetros y microsegundos de los labios, la lengua, el velo del paladar, la quijada y las cuerdas vocales con el fin de producir con precisión los sonidos exactos”, escribe Peter Trudgill, de la Universidad de Agder en Noruega. Esto también explica por qué es tan difícil pronunciar correctamente palabras en otro idioma cuando somos adultos.
Como resultado, por cada Meryl Streep, hay muchos que lo hacen mal. Esto incluye a actores: Brad Pitt, en “Enemigo Íntimo”, horrorizó a los irlandeses, como Sean Connery en “Los Intocables”. O el brasileño Wagner Moura como el capo colombiano Pablo Escobar en la serie “Narcos”.
Además, incluso cuando alguien es excelente imitando las consonantes y las vocales, hay otras características sutiles en la forma en que hablamos que son difíciles de imitar.
Adrian Leemann y sus colegas de la Universidad de Lancaster demostraron que el ritmo está tan profundamente arraigado en nuestra primera lengua que copiarlo puede resultar complicado.
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Las diferentes pronunciaciones —como el “llamar” y el “shamar” de argentinos y uruguayos— también vienen con su propio ritmo. “Resulta que si la gente trata de imitarlo, la mayoría no lo logrará”, dice Leemann.
Está también la gente que no finge, pero cuyo acento cambia con el tiempo. A esto se le conoce como “asimilación”, algo así como imitar el lenguaje corporal de alguien, pero con palabras.
Recuerdo experiencias durante viajes en los que mi entonación se volvía distintivamente más australiana o estadounidense. “No es que quieras hacerlo, nos guste o no, asimilamos e imitamos a otras personas”, explica Jonathan Harrington, de la Universidad Ludwig-Maximilians en Munich.
Pero incluso si logras cambiar tu acento, si este no coincide con cómo te perciben los demás, entonces tal vez no haya por qué cambiarlo.
Un estudio demuestra que a los asiáticos-estadounidenses se les consideraba menos comprensibles que los estadounidenses blancos pese a que hablan con el mismo acento tradicional de Estados Unidos.
Para muchos, sin embargo, ese es un punto discutible ya que los acentos siguen siendo difíciles de cambiar realmente, lo que significa también que superar los prejuicios por el acento no es sencillo.
Tal vez debería agradecer que mi lengua suene un poco extraña. Al menos no cambia demasiado.
Fuente: www.bbc.com